JAIME
No
le fue difícil encontrar a Rossart. Las estancias de la Mano del Rey se
situaban estratégicamente dentro de la Fortaleza Roja, en una torre apartada, y
al piromante le gustaba pasar parte del tiempo allí, donde había montado su
laboratorio personal. Jaime llegó hasta la puerta y pegó la oreja a la madera.
Silencio absoluto. Era extraño que no se oyera nada, pues las actividades
alquímicas de Rossart solían ser bastante ruidosas. Miró por la rendija que
quedaba entre la puerta y el suelo y comprobó que, efectivamente, el hombre no
estaba allí. Al incorporarse, oyó pasos acercándose y un tintineo como de
cristales chocando. Se escondió en una esquina y esperó. La puerta se abrió y se
volvió a cerrar. Rossart había regresado. Jaime volvió a escuchar: ahora sí
había movimiento dentro de la habitación. Tocó con unos golpecitos y una voz
preguntó que quién era. «Soy Ser Jaime Lannister», respondió. Rossart confiaba
en él y le abriría sin problemas. Sin embargo no fue así. ¿Sospecharía algo?
Jaime insistió. «Abrid en el nombre del rey. Traigo órdenes suyas.» El
piromante no contestó, por lo que el joven optó por entrar. La puerta estaba
abierta y la estancia vacía. ¿Dónde diablos estaba ese intrigante? Jaime se
puso alerta ante el silencio del lugar. Un pequeño ruido le llegó por el lado
izquierdo. Se giró y vio a Rossart lanzándole algo que pudo esquivar a malas
penas. Al caer al suelo, aquello se rompió y prendió con una llama verdosa.
¡Era fuego valyrio! Jaime desenfundó su espada al tiempo que trataba de evitar
que los frascos que Rossart le lanzaba impactaran sobre su armadura o el yelmo.
El fuego valyrio era capaz de derretirlo todo, hasta las piedras. El hombre se
había parapetado tras su cargamento y se movía al tiempo que arrojaba los
frascos, buscando la puerta. Cuando la alcanzó, salió corriendo, tirando el
resto de botellitas al suelo. La habitación estaba en llamas, pero Jaime pudo
acceder a la salida y perseguir a Rossart. El problema era saber hacia adónde
había ido. Eligió el camino de la derecha. Los pasillos de la Fortaleza eran
largos y laberínticos y temía desorientarse. Al pasar por uno de ellos, vio una
sombra moviéndose a lo lejos. Era el piromante. Jaime aceleró el paso y le dio
alcance. El hombre forcejeaba con su captor. «¡Soltadme, traidor, vendido!»
Jaime no dijo ni una palabra: lo agarró de la pechera y le dio un tajo limpio
en el cuello. Rossart murió en el acto.
Su
siguiente objetivo era el rey. Si el piromante sabía de las intenciones de
Jaime, Aerys probablemente también. Bajó hasta la Sala del Trono. Allí estaba
el monarca, paseando por la estancia, mirándose las manos ensangrentadas por
los cortes que le producían las espadas que formaban el Trono de Hierro. Antes
de que se pusiera frente a él, Aerys habló. «Tu padre es un traidor. Ha entrado
fingiendo jurarme lealtad y está saqueando la ciudad. Como capa blanca, debes
protegerme.» Jaime lo escuchaba en silencio mientras se colocaba detrás del
rey. “Te ordeno que me traigas su cabeza como muestra de tu lealtad o arderás
con los otros. Con todos los traidores. ¡Rossart dice que están dentro de las
murallas!» El rey se volvió con lentitud y vio la espada de Jaime manchada. «¿De quién es esa sangre?» «De Rossart», contestó Jaime. Aerys abrió los ojos
asustado y corrió hacia el Trono, al tiempo que se hacía sus necesidades encima
por el miedo. Jaime lo agarró del pelo amarillento, lo arrastró y lo degolló. El
cuerpo del muerto cayó a sus pies. Se quitó el yelmo para ver mejor lo que
acababa de hacer. En ese momento se vio invadido por una oleada de sentimientos
encontrados: ¿Era un traidor o era un héroe? ¿Tenía derecho a matar a Aerys
como castigo por sus desmanes? Se sentó sobre el trono, agotado anímicamente.
Pasaron
unos minutos, tras los cuales aparecieron Ser Elys Westerling y Lord Roland
Crakehall, banderizos de los Lannister. Parecían perplejos ante lo que allí
vieron: el muchacho en el Trono de Hierro y el rey muerto en el suelo sobre un
charco de sangre. «Decidles a todos que el Rey
Loco ha muerto y perdonad a todo el
que se rinda y hacedlo prisionero.» Los hombres se miraron y Ser Elys rompió el
silencio. «¿Debo proclamar también un rey?» Jaime no entró en el juego y se
mostró seguro de sí mismo. «Proclamad a quien os dé la puta gana.» Tras decir
esas palabras, que no supo ni cómo le salieron del cuerpo, se colocó el yelmo con forma de cabeza de león, símbolo de
su familia. El lugar empezaba a llenarse de soldados de Lord Tywin cuando, de
pronto, entraron varios jinetes con estandartes Stark. El que capitaneaba al
grupo era el hermano de Brandon Stark, Eddard. Jaime casi no reconoció en él al
tímido joven que había visto en Harrenhal: llevaba barba y ya no era un
muchacho, sino un hombre curtido en la guerra. «¿Qué
ha ocurrido aquí?», preguntó con tono de indignación. Jaime puso la punta de la
espada ensangrentada sobre el cuerpo del cadáver. «Deberíais darme las gracias»,
dijo sin quitarse el casco. «He vengado la muerte de vuestro padre y vuestro
hermano.» Eddard no parecía muy de acuerdo. «¿Las gracias? No hicisteis nada
por impedir el asesinato de los míos y, ahora, ¿os consideráis un héroe por
asesinar a un pobre loco? No necesitaba vuestra espada para vengarles. ¡Vos
sois de la Guardia Real, habéis traicionado un juramento sagrado!» Jaime rió
ante las palabras de Eddard, al tiempo que se quitaba el yelmo, alzaba la cara
hacia el techo del salón y se pasaba la mano por el pelo, húmedo de sudor. «Me
habían dicho que los Stark eran gente de honor, pero no imaginaba hasta qué
punto.» Ned no respondió a sus palabras y continuó con su discurso. «No
merecéis estar sentado ahí ni un segundo más. Exijo que os levantéis del Trono
de Hierro. Ahora pertenece a Robert Baratheon.» Jaime apoyó su mano en el brazo
del asiento y se puso en pie con parsimonia, recreándose en el momento. No
debía mostrar signos de arrepentimiento. Cada vez estaba más seguro de que
había hecho lo correcto y asumiría las consecuencias de sus actos. Si Robert
determinaba que debía ser castigado por alta traición, moriría con la
tranquilidad de haber salvado Desembarco del Rey de la destrucción, aunque
nadie lo supiera. No era su intención ir de héroe. «No temáis, Stark. Sólo se
lo estaba calentando a nuestro amigo Robert. Lamento deciros que, como asiento,
no es muy cómodo.» Pasó por encima del cadáver de Aerys y salió de allí,
notando la mirada furiosa de Eddard sobre él.
Fantásticos estos dos últimos episodios Athena, cada vez estoy más encantada con tus habilidades descriptivas! Vaya con Aerys cómo había llegado a perder la cabeza, y suerte que Tywin y los suyos supieron tejer muy bien la red. Finalmente ya Jaime es el Matarreyes... :P
ResponderEliminarSaludos! ;)
Gracias, vintage :) Me alegro de que te guste la manera de contarlo.
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